"Defenderemos nuestra independencia con todos los medios a nuestro alcance y elevaremos nuestra protesta ante la nación española y ante su inteligente pueblo, quien creemos que no discute la legalidad de nuestras demandas", dijo Abd el-Krim, líder revolucionario rifeño que resistió la ocupación colonial francesa y española a inicios del siglo XX. Estas palabras, que distinguen entre el poder que oprime y el pueblo que puede comprender y resistir, resuenan hoy con más fuerza que nunca desde Venezuela. Porque Venezuela no solo es un país acosado por el imperialismo: es una trinchera ética, política y cultural en medio de un mundo que se desploma entre guerras, genocidios, fascismos reciclados y mercados que devoran pueblos.
Defender Venezuela no es una consigna de solidaridad lejana: es un acto de afirmación política. Es decidir si estamos del lado de los pueblos que crean vida en medio del asedio, o del lado de quienes le ponen precio a la dignidad.
Desde el primer momento, la Revolución Bolivariana fue señalada como amenaza por el poder imperialista. No por sus errores, ni siquiera por sus aciertos (apenas dio tiempo), sino por su osadía: hablar de socialismo y, sobre todo, tratar de construirlo, no solo en un continente históricamente saqueado como América Latina, sino en un mundo que se jactaba del "fin de la historia" tras la victoria capitalista en la Guerra Fría y la desintegración del bloque socialista.
En aquel nuevo siglo en que solo parecía resistir una isla caribeña cercada —Cuba—, fue ese mismo mar Caribe el que tejió una continuidad revolucionaria entre el ejemplo cubano y un nuevo paso adelante en la transformación del mundo.
Desde el primer momento, la Revolución Bolivariana fue señalada como amenaza por el poder imperialista. No por sus errores, sino por su osadía: hablar de socialismo.
Frente a esto, el golpe de Estado de 2002 contra Hugo Chávez fue el inicio de una guerra larga, multifacética y sostenida que incluye sabotajes, bloqueo económico, guerra mediática, terrorismo financiero, violencia callejera financiada, desconocimiento de procesos electorales legítimos y la imposición de un "gobierno paralelo" sin legitimidad. Así, durante más de dos décadas, Venezuela ha sido objeto de una estrategia de cerco para asfixiar su proceso popular y advertir al resto del mundo lo que ocurre con quienes se atreven a desobedecer.
Sin embargo, ante cada arremetida imperialista, el proceso bolivariano no solo resistió desde el Estado: lo hizo desde abajo, desde el tejido vivo del pueblo organizado. Allí donde el mercado fue asfixiado por el bloqueo y donde las instituciones fueron deslegitimadas por la maquinaria mediática y política global, surgieron circuitos de soberanía local, autogestión y vida comunitaria.
Porque lo más disruptivo del proceso venezolano es que el sujeto político de transformación va mucho más allá de las instituciones: es popular, profundamente enraizado en la vida cotidiana, y por eso más difícil de cercenar. Las comunas no solo producen alimentos y bienes esenciales: producen conciencia, solidaridad y poder real. Y junto a ellas, la unión cívico-militar —una de las grandes rupturas estratégicas del chavismo— que anuló la posibilidad de aplicar en Venezuela el mismo libreto golpista que se ejecutó en Chile contra Salvador Allende. En medio del asedio, el pueblo venezolano demostró que una revolución no sobrevive por decreto ni por discursos, sino porque la gente asume el protagonismo. Es ese pueblo el que, con todas las contradicciones de cualquier proceso vivo, mantiene en pie una utopía concreta, y lo hace no por nostalgia del pasado, sino por una clara intuición del futuro. Y eso —el ejemplo— tampoco se lo han perdonado, ni se lo perdonarán nunca a Venezuela.
El golpe de Estado de 2002 contra Chávez fue el inicio de una guerra larga, multifacética y sostenida que incluye sabotajes, bloqueo económico, guerra mediática, terrorismo financiero, desconocimiento de procesos electorales legítimos.
En estos días, hemos sido testigos de una nueva escalada en la política imperialista hacia la República Bolivariana: Donald Trump ha elevado la recompensa por la captura de Nicolás Maduro hasta 50 millones de dólares, duplicando la cifra ofrecida por la administración Biden y fijando el monto más alto jamás destinado contra un jefe de Estado extranjero. No se trata de una provocación simbólica, sino de una criminalización operativa: el Departamento de Justicia, bajo la dirección de la fiscal general Pam Bondi, acusa a Maduro de ser "uno de los mayores narcotraficantes del mundo". Esta narrativa articulada con una versión ampliada de la "doctrina antidrogas" podría "legitimar", bajo pretexto de seguridad, acciones militares extraterritoriales.

Pero más allá del cinismo evidente, lo revelador es que esta retórica de guerra —con recompensas, carteles y despliegue militar— se levanta desde un país que vive su propia epidemia de drogadicción, alimentada por la marginalidad, la pobreza y la descomposición social. En lugar de enfrentar las causas estructurales del consumo masivo de opioides y fentanilo, el gobierno de EE.UU. utiliza el dolor de su propio pueblo como combustible para justificar injerencias externas y, probablemente, reforzar la represión interna. Un juego ruin en el que la tragedia doméstica no se resuelve, sino que es instrumentalizada con fines macabros.
Vivimos en un mundo en confrontación entre un centro que se aferra a su poder decadente y una periferia que se levanta con nuevas formas de soberanía y cooperación. Esta guerra no es solo contra Venezuela. Es contra todo lo que escape al guion de subordinación.
Así, en estos días, también lo confirmó Brasil, al que EE.UU. acaba de imponer aranceles del 50 %, en un acto de castigo económico y político directo. Ojalá sirva este golpe a su soberanía para que el gobierno de Lula anule, de una vez por todas, el vergonzoso veto al ingreso de Venezuela en el BRICS.
Y también lo está aprendiendo India, que ha recibido su propia ración de aranceles y ahora debería verse obligada a repensar sus alianzas: resolver sus tensiones con China e integrarse sin ambigüedades a un mundo multipolar parece cada vez menos una opción y más una necesidad. Porque lo que está en disputa no es solo la hegemonía económica, sino el derecho a construir modelos propios de desarrollo y justicia social.
Mientras tanto, si ampliamos el mapa, vemos cómo el orden global se tambalea entre signos ominosos: una Europa que recicla lo peor de su historia con el retorno del militarismo y el fascismo; la impotencia colectiva ante un genocidio televisado como el del pueblo palestino; y la soberbia desvergonzada de líderes como Trump y sus secuaces, que se muestran sin pudor como auténticos enemigos de la vida.
Defender a Venezuela hoy es mucho más que una cuestión de fronteras o afinidades ideológicas con su proceso revolucionario. Es, en realidad, tomar partido en la disputa por el sentido mismo del mundo que queremos construir. Cuando se persigue, bloquea o criminaliza a un proceso popular por atreverse a imaginar otro modelo, lo que está en juego no es solo un país: es la posibilidad de que haya futuro. Lo que enfrentamos no es solo dominación económica, sino un orden global que necesita subalternos.
Volviendo a Abd el-Krim, más allá de los distintos Estados, los pueblos del mundo tenemos la obligación de comprender y de resistir. Porque si no lo hacemos, seguiremos viviendo en un mundo donde se celebran las guerras, se transmiten los genocidios en directo, y se le pone precio a la dignidad. Defender a Venezuela es también defendernos a nosotros mismos como parte de una humanidad compartida.